El Banco Central reveló las cifras revisadas de crecimiento para la economía durante 2006. Éste ascendió sólo a 4,0 por ciento, guarismo inferior a estimaciones previas. Es evidente que deben redoblarse los esfuerzos para elevar la inversión, el empleo y la productividad de nuestra economía. El programa "Chile invierte" —algo olvidado como consecuencia de los sucesos políticos de las dos últimas semanas— es una iniciativa significativa, que incide especialmente en la primera de estas dimensiones, pero sólo de modo muy marginal en las otras dos.
Para poner en perspectiva la importancia de abordarlas, es de recordar que el crecimiento promedió 7,6 por ciento en la década 1988-1997, y que en la inmediatamente siguiente, que finaliza este año, la actividad se expandirá sólo en 3,8 promedio. Pues bien, el empleo se incrementó en la década anterior a una tasa de 3,1 por ciento, mientras que en la actual lo ha estado haciendo a sólo 1,9 por ciento. En 2006, esa tasa fue incluso inferior en dos décimas. La baja tasa de empleo en el país, sobre todo de mujeres y jóvenes, indica que hay espacio para aumentar el ritmo de creación de puestos de trabajo.
Los incrementos en la productividad total de factores en la década pasada aportaron al crecimiento alrededor de 2,5 a 3,0 puntos porcentuales. En la actual, su contribución estaría en torno a un punto porcentual. Ello se debe a la ausencia de una política de innovación que incentive a las empresas a acercarse a los mejores productores de conocimiento y, en especial, a la persistencia de inflexibilidades microeconómicas, tales como regulaciones laborales que, entre otros, desincentivan la contratación, por las altas
indemnizaciones; definen la extensión de la jornada laboral por semana, en vez de hacerlo trimestral o semestralmente, o autorizan jornadas parciales sólo si los horarios están precisados en los contratos, desnaturalizando su sentido.
Competitividad, regulaciones laborales e impuestos
Las dificultades políticas para emprender reformas que eleven el empleo, la productividad y, por ende, el crecimiento se manifiestan, por ejemplo, en el reiterativo discurso de las autoridades del Ministerio del Trabajo en cuanto a que la apelación a la flexibilidad laboral es un discurso ideológico y vacío. Olvidan que numerosos expertos han reiterado diversas iniciativas para avanzar en esa dirección, y no pueden explicar por qué las tasas de empleo entre los jóvenes y mujeres chilenas son 20 puntos porcentuales más bajas que en países industrializados.
Además, en medio del insatisfactorio desempeño económico, voces importantes en la coalición gobernante insisten en la necesidad de elevar la carga tributaria. Se hacen planteamientos específicos, como un "royalty" a las salmoneras. Esto, además de conceptualmente errado -no parece que los productores puedan capturar rentas que sólo son posibles por operar en Chile-, olvida que el volumen de las exportaciones creció el año pasado sólo en 2,3 por ciento, el segundo menor crecimiento en las dos últimas dos décadas. Los favorables términos de intercambio han ocultado esta evolución, que es insuficiente para potenciar el crecimiento de largo plazo.
La economía chilena necesita aumentar su competitividad. El tipo de cambio, que ni el fisco ni el Banco Central pueden hacer mucho más para elevar, está en un valor que no contribuye mucho a ella. Pero, afortunadamente, no es la única variable para afectarla. Por cierto, subir la carga tributaria a las empresas no contribuye a ese propósito, detrás del cual hay un error de juicio. Se argumenta que los países que se desarrollan requieren financiar más bienes públicos y, por tanto, se ven obligados a elevar sus cargas tributarias. Sin embargo, es una regularidad empírica débil. Ha ocurrido en algunos, pero no en otros. Ejemplos de estos últimos son Corea, Estados Unidos y Japón, cuyas cargas tributarias, una vez que se excluye la seguridad social, no difieren de la nuestra. Pero, además, muchos de los llamados bienes públicos son, en rigor, total o parcialmente privados -pensiones, salud, educación, carreteras, seguros de desempleo-, y en nuestro país parte de la población los financia con sus propios recursos, a diferencia de lo que ocurre -o, en algunos casos, ocurría- en países europeos.
Una mayor carga tributaria es innecesaria en este caso, porque el gasto público se concentra en una proporción menor de la población, sin poner en riesgo el apoyo a los más pobres. Este equilibrio, como queda de manifiesto en muchos países europeos que están transformando sus estados de bienestar, resuelve mejor la tensión entre soporte gubernamental a los que tienen bajos ingresos y crecimiento económico.
La gestión del sector público
El gobierno central ha pasado de gestionar directa o indirectamente una cifra de seis mil 400 millones de dólares, en 1990, a la actual, de 28 mil 300 millones de dólares, sin grandes transformaciones en su estructura -quizás con la excepción del sector salud-. Hay fallas en la gestión pública -que el Transantiago ha desnudado en plenitud-, que hacen poco probable que los recursos adicionales estén utilizándose con la eficiencia de entonces, que tampoco era demasiado elevada.
Es indispensable una reflexión profunda sobre los cambios que se requieren en este ámbito. El nombramiento de los directivos de los servicios públicos mediante el sistema de alta dirección es sólo un primer paso en la modernización de la gestión del Estado. Una transformación mayor de las instituciones estatales, como la que se está intentando llevar adelante en el MOP, podría tener un impacto inestimable no sólo sobre la competitividad de la economía, sino también sobre las oportunidades de los más pobres, que no han aumentado al ritmo que lo han hecho los recursos, como consecuencia de las deficiencias que se observan en innumerables programas públicos. Antes que elevar la carga tributaria, el desafío para Chile es asegurar un Estado eficiente.
[FUENTE: El Mercurio]
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